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de Esmeraldas de Colombia

Pasado Indígena

(Aparte de artículo publicado en Revista Semana)

Las esmeraldas tuvieron un importante valor simbólico y religioso para culturas como la de los muiscas. Así fue como estas piedras comenzaban a hacerse desear.

 

Por: María Andrea Muñoz Gómez

Periodista de Especiales Regionales de SEMANA.

Hubo un tiempo en el que meterse en las entrañas de la madre tierra desequilibraba al mundo. Quienes lo hacían debían librarse de toda codicia y sobre todo, respetar las fuerzas con las que estaban interfiriendo. Restaurar el equilibrio era un compromiso adquirido, pues no en vano la naturaleza permitía que el hombre extrajera aquello que había tardado milenios en crear.

Las piedras verdes, como las esmeraldas y el jade, cautivaron a etnias indígenas de toda América. Algunas culturas, aunque distantes, valoraban su color y encontraban en sus tonalidades agentes importantes para sus experiencias espirituales y religiosas.

En lo que hoy es Colombia, los muiscas fueron la sociedad prehispánica que más contacto tuvo con las esmeraldas. Creían, al igual que diferentes indígenas de todo el continente, que el mundo se dividía en tres: Supramundo, arriba; Inframundo, abajo; y el mundo de en medio, donde están los humanos.

De acuerdo con Clemencia Plazas, antropóloga que ha investigado el origen y comercio de las esmeraldas prehispánicas en el país, “en el inframundo mueren las hojas y los frutos que caen de los árboles, pero también renace la vida y crecen las semillas. Ahí descansan los muertos, están los ancestros y se acumulan energías”. El inframundo es verde, y para los muiscas, ese era el valor de estas gemas, cuyo color representaba el agua, la fertilidad y la fuerza de la vida misma.

Los muiscas habitaron la región que aún hoy alberga la mayor cantidad de yacimientos esmeraldíferos del país: El altiplano cundiboyacense. A pesar de la magnitud de las reservas del sector – se dice que hasta ahora solo se ha explotado el uno por ciento – es imposible afirmar si conocían la magnitud de lo que guardaba su tierra. Pero sí hay certeza de que extrajeron esmeraldas, pues al estudiar piezas expuestas en museos, se ha determinado que provienen de sectores como el municipio boyacense de Muzo y que salieron de las montañas en tiempos prehispánicos.

También se conoció que otras culturas como la Calima, establecida en lo que hoy es el Valle del Cauca; la Zenú, de Córdoba; y la Tumaco-LaTolita, del Pacífico, usaron esmeraldas y oro para fabricar joyas, ornamentos y otros objetos claves para venerar a sus caciques y ofrendar a sus dioses. Estas comunidades desarrollaron métodos que les permitieron tallar y transformar las piedras para, por ejemplo, ensartarlas en hilos de oro o darles forma de pájaro.

Además, debido a que ninguna de esas culturas estuvo ubicada cerca de un yacimiento, arqueólogos y antropólogos concluyeron que las piedras también eran objeto de canje y que no solo los muiscas veían en ellas un medio para expresar y ahondar en su espiritualidad. Así lo confirman las esmeraldas colombianas encontradas en Perú y Panamá.

El ritmo con el que los muiscas extraían las esmeraldas, aumentó con la llegada de los españoles, quienes liderados por Gonzalo Jiménez de Quesada, se toparon con las gemas en su travesía hacia El Dorado. Al igual que el oro, el imperio las usó como un mecanismo más para financiar sus expediciones colonizadoras.

Los indígenas se convirtieron en los mineros de la Corona, que los esclavizaba y sacaba de sus territorios para llevarlos a sus exploraciones. Así la población natica se redujo al 35% del tamaño original en 50 años.

Se dice que después de establecerse en lo que ahora es Colombia y pocos años antes de su muerte, en 1579, Jiménez de Quesada intercambió correspondencia con el Rey de España. En una de las cartas, solicitó al monarca no permitir que cualquiera explotara las minas de esmeraldas, sino que dejara que los indígenas lo hiceran. Para demostrar que sabían cómo hacerlo, contó al Rey que ellos solo sacaban piedras en invierno, pues en esa época llovía y se podía canalizar el agua suficiente para lavar la veta: un efecto práctico inmediato.